Wednesday, December 10, 2008
Así preparo una entrevista - César Hildebrandt
Yo necesitaba, como todos, trabajar. Provengo de una familia de clase media empobrecida. A los 17 o 18 años requería tener una cierta independencia económica, pero las alternativas eran bastante sombrías como lo son ahora para cualquier joven. Pude haber sido un oficinista, pero no tenía vocación para ello.
En realidad, entré al periodismo porque tenía antecedentes: había sido fundador de un periódico mural en el colegio Leoncio Prado y también, aunque no sea muy elegante decirlo, presidente de un club de oratoria del mismo colegio.
La sombra de mi abuelo materno fue para mí muy estimulante, hasta diríamos decisiva. Él era un trujillano masón, librepensador, anticlerical, tenía un periodiquito llamado La Razón, por el cual sufrió persecuciones, muchas miserias y pellejerías.
A1 redactor que empieza se le obliga a no tener privacidad, a escribir en casi una especie de colectivo. Esto, sin lugar a dudas, resiente el estilo aun cuando en las redacciones de los diarios, penoso es decirlo, no se cultiva como es debido el estilo.
Recuerdo que una vez, en Alemania, visitando la redacción del diario Der Spiegel (El Espejo), llegué a enterarme de que tenía una escuela de redacción, es decir, una escuelita de formas, de sintaxis. Pasar por ella era indispensable para aspirar a ser redactor de este semanario, el más importante de Alemania Federal.
De alguna manera la prensa anglosajona se preocupa mucho del estilo, en cambio la nuestra no. De allí la homogeneidad opaca que hay en los periódicos de Lima en ese sentido, tanto que hace años no se nota un brillo especial en ellos al encarar el lenguaje y la comunicación. Todos son de una uniformidad lamentable, por el desdén que el estilo como concepto merece en las redacciones.
Yo me imagino que una redacción de un diario como la de una revista, donde cada redactor tenga un ámbito propio, hasta afiches que lo estimulen y, por supuesto, un selecto grupo de libros de consulta en que apoyarse. A propósito, me gustaría preguntarle a un jefe de redacción de cualquier diario de Lima: «¿Cuánto tiempo hace que no consulta con un diccionario de sinónimos?». Estoy seguro de que si la respuesta fuera sincera, sería: «¡Hace diez años!».
Con la televisión tengo una relación ambivalente. Primero porque valoro su potencia, su cobertura, la fuerza indiscutible para llevar un mensaje. Te pueden leer 250 mil personas si escribes en una buena revista, pero si tienes un espacio de televisión, en el peor de los casos, te verán unas 800 mil personas.
¿Por qué ambivalente? Porque al mismo tiempo que admito que esa fuerza es beneficiosa para un comunicador, soy una persona nacida en la prensa escrita, que es mi ámbito natural, mi hábitat es el texto, no la imagen. Por eso me siento de tránsito en la televisión, tránsito que no se cuánto tiempo durará en mi vida.
De lo que sí estoy seguro es que regresaré a la prensa escrita, donde me siento mejor, donde puedo frasear, encontrar aunque penosamente algo que es muy importante: un estilo. Además, la prensa escrita es mucho más duradera, pues de la televisión podríamos decir como Juan Gonzalo Rose del rey o de sí mismo: esta fugacidad es todo mi reino. Porque la televisión es volátil, pasajera.
Claro que yo me siento bien en la televisión. En ella con gran esfuerzo hemos hecho un programa que es útil; que tendrá muchos defectos, pero también muchos méritos. Pretendemos con esto que la pantalla del televisor no sea un hueco negro, un túnel que conduzca a la nada o al embrutecimiento, sino un espejo que refleje la imagen del país que muchas veces es depresiva y negativa. Nuestra labor es notariar la realidad, no endulzarla.
La televisión tiene ventajas indudables sobre la prensa. Su grado de inmediatez, de honestidad —si se maneja con criterio— y de fuerza, no lo tiene la prensa escrita. Por ejemplo, un documental sobre Chile, como el que vemos en televisión en términos de eficacia ideológica, de creación de conciencia u opinión alrededor de un tema como la dictadura de Pinochet, vale, en mi opinión, lo que 30 editoriales de diarios.
Es decir, en la televisión el concepto está implícito en la imagen. No se separan. Las formas y el fondo están muy identificadas, indesligables. En cambio, en los periódicos hay territorios de opinión: las páginas editoriales.
En la televisión es inevitable que el concepto esté detrás de la imagen, es decir, hay una permanente connotación de los hechos. Eso se ve clarísimo. Los noticieros nunca son inocentes. Dirigen determinadas parcelas de la realidad, y esa opinión ya es una toma política.
Asignarle fuentes a un redactor no lo considero malo, pero pienso que resultaría mucho mejor si adquiere una vasta experiencia a lo largo de todas las secciones de un diario. Es decir, yo no concibo un redactor tangencializado. El hecho de que en el medio existan periodistas de locales, policiales, especialistas en entrevistar a ministros o en cubrir incendios, es francamente deshumanizar la profesión.
Esto es quitarle al redactor la posibilidad de mayores horizontes, inclusive, en términos de percepción. Mi experiencia en ese aspecto es sintomática. Yo he sido redactor deportivo. Recuerdo que una vez Bernardo Ortiz de Zevallos me dobló el sueldo por comentar el partido de fútbol entre Estudiantes de La Plata e Internazionale de Milán que yo solo había visto por televisión. He sido periodista de locales, espectáculos, policiales. He escrito en editorial del viejo Expreso cuando Manuel D’Ornellas era jefe de la página. En fin, en periodismo hice un poco de todo y me enorgullece mucho haber trotado calle como reportero.
Comprendo lo que significa saber diagramar, darle un sentido plástico a la nota. Gracias a eso se puede apreciar una fotografía, marcar debidamente un contacto. Yo no conozco en el medio más de cinco periodistas que sepan hacerlo. Eso lo da la práctica, la experiencia, eso no se aprende en una escuela.
Tengo la firme convicción de que el periodismo básicamente es producto de un talento que debe cultivarse, orientarse, nutrirse de información y teoría, porque es un oficio emparentado con el arte. Con esto no quiero decir que el periodismo sea una bohemia. Detesto la identificación periodista-bohemia. O se es una cosa u otra.
El periodismo es un instinto, una percepción anormal de las cosas, un olfato animal para la anticipación. Y por supuesto una pasión, una pasión que lo esclaviza, que lo seduce y se convierte, en un momento, en lo más importante de la vida. Incluso lo induce a uno a achicar su vida familiar, su privacidad. Estimo, por lo tanto, que el periodismo jamás pueda ser tomado como un trabajo con horario. Nunca lo acepté así. Pues en él hay algo de fanático, místico, laico.
Creo que lo moral se debe frasear siempre en términos sencillos, en premisas absolutamente accesibles a cualquiera. Creo, por ejemplo, que si hubiese un mosaico, una especie de decálogo en el periodismo, el primer deber debe ser: No mentir. Es un valor indispensable del periodismo que debe tocarse con mucho rigor.
Cuando uno enfoca un aspecto de la realidad y está suprimiendo otro, de hecho está mintiendo.
Luego de la premisa de no mentir, es necesaria una identificación sustancial con valores como la justicia, la honestidad, la ternura hacia el que sufre, hacia el explotado, el desamparado. Todo esto constituye un programa mínimo de ética de la comunicación, el que se ve amenazado permanentemente en un medio como el nuestro manejado al final de cuentas por la publicidad.
Es preciso conciliar este programa moral de tal forma que evite que ciertos intereses te desechen si te metes a fondo en el periodismo. Ese es el dilema cotidiano de todos los periodistas. El mío y de todos aquellos que comunican.
En la profesión yo he cometido muchos errores leves o graves. Uno de ellos durante el Gobierno militar cuando, entusiasmado por las posibilidades reformistas, suprimí eventualmente mi conciencia crítica y llegué a no ser explícito en condenar las medidas represivas que afectaban a los otros poderes y algunos colegas. Por eso nunca he terminado de remorderme lo suficiente. Ese rol me escarmentó tan definitivamente que ya estoy vacunado contra las tentaciones del poder.
No hay un periodismo que valga la pena sin ética social de peso. No hay éxito que merezca vivirse si no hay compromiso con la gente que sufre. Si el periodista es un ser neutro, equidistante de todo, prescindente del sufrimiento de los demás, es simplemente un talento alquilado, parte de una máquina inhumana. Es para decirlo de una vez y con toda su crudeza: un miserable.
Actualmente yo me siento cómodo en la televisión, dentro de lo relativo de mi espacio. Porque puedo hacer cosas, mostrar, por ejemplo, la indignación del pueblo piurano ante la negligencia criminal de los burócratas que pudrieron los alimentos. Puedo dar un especial del sufrimiento del pueblo chileno después del experimento de los Chicago Boys. Es decir, hacer causa explícita, enfática con los que padecen, con los ciudadanos de segunda clase de estas sociedades.
Esto no es demagogia sobre mí mismo. No me considero un periodista revolucionario porque nunca tuve el coraje de romper radicalmente con aquello que debí romper. Pero dentro de este sistema utilizo los mayores márgenes de libertad que me son permitidos.
Abdicando a sueños pasados debo resignarme a ser la persona que enrostra al ministro del Interior por violación de derechos humanos, que modestamente contribuye a crear una conciencia crítica en un pueblo demasiado paciente como el nuestro. Hago ejercicio de la mayor sinceridad posible. Practico el buen periodismo cuando puedo. Pero sobre todo me gusta consumirlo cuando lo leo o lo veo.
El buen periodismo nunca es unilateral. Nunca es plenamente objetivo, porque jamás accede a la «objetividad» de una máquina fotográfica, aun cuando esta no es totalmente objetiva, pues una luz determinada, un perfil subrayado le dan una dimensión subjetiva a la imagen. El buen periodismo combina muchos elementos y resulta objetivo en la medida en que respeta el hecho; si no lo hace, lesiona lo más elemental de la profesión.
Una crónica de Le Monde jamás es plenamente objetiva. Hay siempre una carga de interpretación y un evidente compromiso con ciertos valores, con normas éticas, como son la justicia, el amparo al desprotegido, la denuncia del abuso, etcétera. Entonces yo estoy convencido de que nos han vendido desde la época de la «escuelita de Beltrán» el cuento de un periodismo objetivo frente a1 periodismo personalizado, literario, interpretativo. Eso es falso porque el buen periodismo hace tiempo que dejó de moverse dentro de ese maniqueísmo. El buen periodismo respeta hecho y lo interpreta. Esa es la definición cabal para mí de lo que es un periodismo de verdad.
Una experiencia que se me ocurre contarles es la vivida cuando llegué a El Salvador como un corresponsal de guerra. En esa oportunidad enfrenté por primera vez una realidad que todo periodista de verdad debe encarar: el miedo.
Yo salía con César Vera Tudela, camarógrafo de Canal 4, rumbo a Chalatenango desde la capital en un coche que alquilamos y yo manejaba. Poco después de dejar San Salvador nos detuvo un grupo de jóvenes combatientes. Uno de ellos, el que físicamente nos paró, llevaba la cara protegida por un pañuelo rojo y un revólver en la mano. Con decisión se acercó a la ventanilla del chofer, que era yo, y me puso el frío caño de su arma en la sien. El muchacho, que no tendría más de 16 años, estaba muy nervioso y quería arrebatarnos el auto. Tal vez no quería hacernos daño sino simplemente apoderarse del vehículo para un operativo de guerrilla urbana.
Lo convencimos, mejor dicho lo convencí yo, de que no lo hiciera. Le explicamos que éramos corresponsales peruanos y que no podíamos desprendernos del auto. Recién se persuadió cuando le mostramos los pasaportes que llevábamos en la guantera. Después supimos que asaltó otro auto que venía detrás del nuestro.
Otra dramática experiencia tuvimos luego de la toma de la universidad donde fuimos encerrados en el rectorado, junto con un grupo de más o menos una decena de periodistas internacionales que había sido convocado a una conferencia de prensa suicidamente pública del FDR. Cuando vino el asalto de la tropa donde murieron 16 universitarios realmente el miedo se triplicó, porque allí estábamos expuestos a la bestialidad sin nombre del Ejército salvadoreño, que por orden del ministro de Defensa, el hoy destituido coronel García, tomó esas instalaciones.
Confieso, sin embargo, que la experiencia más próxima con el miedo, al verdadero miedo, ese miedo que nos asume físicamente con una fulguración y palidez especial, lo sentí el día que en un helicóptero de la Fuerza Aérea peruana asistí al bombardeo del último puesto de vigilancia en manos ecuatorianas durante el incidente de la cordillera El Cóndor.
Tuvimos el privilegio de ser los primeros en llegar a la zona y subirnos al helicóptero que tenía la misión de descargar 64 granadas de gravitación, 32 por ala, en el PV 4 todavía en poder de los ecuatorianos. Recuerdo que en el momento del ataque yo me tendí en el piso del helicóptero y un comandante, me acuerdo negro y riguroso él, que estaba al mando del operativo me dijo: «Señor Hildebrandt, no se eche ahí porque la nave no es blindada y este fuselaje se perfora hasta con un perdigón. Así que mejor, siéntese».
No había tranquilidad en mí. Se había descargado la primera andanada de rockets, de granadas. Íbamos en un sobrevuelo para que el helicóptero se pusiera en posición de lanzar eficazmente la segunda descarga. En esos momentos Fernando Yovera, el otro periodista que estaba con nosotros, de Caretas, me recomendó una especie de terapia mental. Había dos ametralladoras disponibles en las ventanas del helicóptero. Las otras cuatro estaban ocupadas por soldados que las disparaban casi sin cesar. Y aunque les parezca increíble, tomé una ametralladora y disparé. Por supuesto al azar, sin acertar en lo absoluto. Solo contribuyendo aún más al despilfarro de balas del Ejército peruano.
Esto me dio una suerte de inmunidad hipnótica en ese momento. Era la única manera de romper el miedo. Viví una experiencia grande, extraordinaria para mí.
Les confieso que siempre tuve la sensación un poco incómoda de ser un periodista demasiado «intelectual«, «agudo», «de escritorio». Fue ese aprendizaje humilde de ser un corresponsal de guerra, que es el trabajo más hermoso que puede existir en el periodismo, el que me dotó de una autoestima distinta.
Por eso les digo que sentir miedo es importante para un periodista, pues al final de cuentas nos acerca al lado, no quiero decir heroico, pero sí aventurero, arriesgado, vehemente del periodismo. No se puede hacer periodismo sin una chispa de locura, sin una chispa de audacia. Lo demás puede ser editorialismo, propaganda, talento, pero no concibo un periodista que no haya cruzado la barrera del pánico.
Les revelo que para preparar una entrevista lo primero que hago es reunir (el dossier) lo que llamo «el expediente del personaje». A veces casi «el prontuario». Una vez que reúno esto —en el que me ayuda alguna gente—, pues no es solo de mi archivo personal que yo extraigo «este tipo de memoria del entrevistado», empiezo a leerla. La lectura generalmente me suscita las preguntas.
Inmediatamente hago un listado de posibles preguntas, de posibles temas a tocar. Cuando dispongo de tiempo dejo sedimentar un par de días el proyecto de cuestionario. Luego releo y observo qué temas importantes he omitido. Entonces los agrego al listado.
Ahora, cuando hay zonas más o menos oscuras en el pasado del personaje que yo preciso revelar, recurro no solo a recortes periodísticos sino que acudo a fuentes vivas: personas vinculadas al tema, contradictores. Yo muchas veces llamo por ejemplo al «enemigo número uno» del personaje y le planteo: ¿Qué preguntas le harías tú? Este recurso es técnicamente legítimo para una entrevista política o polémica.
Ese es un género más o menos previsible para mí. Pero también hago entrevistas «no encarnizadas», las que yo llamo «cómplices». Entonces el tratamiento es distinto. Aquí ya no hay pasado que auscultar ni preguntas incómodas que imaginar, sino más bien buscar el «tono» de la entrevista. Yo siempre hablo del parentesco que existe entre la entrevista y la música. Esto parecerá un poco tonto, pero yo me lo explico así.
Hay entrevistas que son «adagios», como cuando Juan Gonzalo Rose alguna vez me produjo esa sensación. Hay entrevistas que son como un «molto vivace» de música impresionista, con muchos metales. Entrevistas casi «chopinescas» que son las que generalmente nos da un político de moda, con muchos reflejos, con mucha elocuencia, con mucha energía.
También hay otro parentesco que me cuido de subrayar y que no es arbitrario: la entrevista es prima hermana del psicoanálisis. Si es una buena entrevista hay indudable afinidad con la confesión, con la confesión dolorosa, con la confesión que cuesta admitir. No con la confesión fácil, superficial.
Creo que una buena entrevista debe contener todas estas características, nutrir al lector o al espectador de una información que él desconocía. Debe significar un congelado del personaje en cuestión, es decir, servir algún día para un hipotético biógrafo. Debe recabar confesiones profundas y verdaderas. Y debe ser lo suficiente incompleta para no agotar al personaje, para que no se vierta absoluta y totalmente, porque ese es un sueño irrealizable.
Ninguna entrevista, ni la mejor, debe ser un retrato cabal de ningún personaje. Debe prevalecer un misterio que se insinúa, que se deja en puntos suspensivos, que no se termina de descifrar. Siempre me gusta recordar esa hermosa frase de Malraux: el hombre es un montón de secretos.
Creo que el entrevistador no es sino un buscador de secretos, una especie de cazador furtivo de confesiones difíciles. Pero no solamente se requiere una batería de preguntas más o menos inteligentes sino un grado de comunicación física que pueda producir lo que para mí es casi un género literario: el diálogo. El espectáculo de la conversación.
En la intersección del entrevistador y entrevistado surge una «tercera persona», que no es la suma de ambos sino otra cosa. Es importante que los estudiantes de periodismo comprendan esto: que si no consiguen el «tono» adecuado, el resultado será malo siempre. Hay que concebir un tono, un clima para poder llegar a la confesión, combinando severidad con complicidad, acoso con relajamiento.
Una entrevista tiene como el pentagrama tesituras distintas: violencia, ansiedad, acoso, pero también tiene remansos, tonos muy cálidos, conversacionales. Estos resultan los puentes entre acoso y acoso. Por eso es importante administrar el tiempo a emplear. Si uno se dedica exclusivamente al acoso se genera exceso de defensa en el entrevistado, se distancia de él. Y eso es malo.
Por eso una entrevista en la prensa escrita resulta infinitamente superior a una entrevista en la televisión. Porque en la televisión te obliga «ir al grano». E «ir al grano» significa ser coyuntural. Y ser coyuntural significa no ser profundo.
Los grandes entrevistadores de la televisión, como David Frost, las hacen en tres horas y las pasan en programas sucesivos. De esa manera Frost hizo llorar a Nixon después de Watergate. Pero creo que nadie podría lograr esto en una entrevista puntual y formal de solo 25 minutos, porque sería imposible llegar a la intimidad de un político curtido y corrupto como en este caso.
Ahora la entrevista televisiva tiene un mérito que la prensa escrita carece: el de su total honestidad. Ahí no hay preguntas decoradas ni se valen de viejos estratagemas que deben ser descartados del medio y que ningún estudiante de periodismo ni periodista que aspire a entrevistar debe usar. Nuestros entrevistadores maquillan sus preguntas y post mórtem se hacen aparecer más inteligentes, agudos e incómodos de lo que fueron. Y también por simetría y deshonestidad no tratan las respuestas con la misma generosidad a la hora del «desgrabe». Esto es importante, trascendente.
Entre lo pocos méritos que reclamo en este papel de entrevistador es el no haber merecido jamás una carta de rectificación. Como tampoco señalado por haber manipulado, tergiversado o mal transcrito una entrevista. El colega Carlos Domínguez, aquí presente, fue testigo de excepción cómo me trató una vez Pedro Beltrán con mucha dureza, con «ajos y cebollas», con mucho desprecio ideológico. Y más tarde se comprobó que esa entrevista salió así con todos sus desagradables ingredientes. Son, pues, los avatares de un entrevistador.
Si se tratara de comparar, por ejemplo, a Barbara Brookes, que es la mejor entrevistadora de la prensa norteamericana en la televisión, y a Oriana Fallaci, les diré que prefiero por su honestidad a la primera, pues está comprobado que la Fallaci tergiversa, mejora sus preguntas y en muchos casos fabula. Tanto así que ha sido rectificada por el ayatolá Khomeini, por Gaddafi, por Kissinger. Y nada menos que la mitad de sus entrevistados han denunciado a posteriori manipulación en la transcripción, como resultado de lo que llamamos «tentación diabólica».
No quiero ser despectivo ni mucho menos, pero sinceramente me siento mal cuando los jóvenes egresados de la escuela de Periodismo vienen hasta mí buscando trabajo, para hacer práctica, en fin. Me doy cuenta de lo empobrecedor que ha resultado su paso por ese centro de estudios. Y me alarma que los programas académicos de periodismo sean tan banales.
Alguna vez «El Cachorro» Seoane dijo algo que es una gran verdad: el periodista es un especialista en generalidades.
El periodismo, para mí, es una especie de sucursal menor, pero sucursal del humanismo. No concibo ni admito un periodista que no tenga un sistemático apetito cultural, una cierta voracidad por la cultura. Tampoco un periodista que no ame el buen teatro, el buen cine, que no lea de vez en cuando una bella novela, que no tenga cierto contacto con la poesía. Pienso que eso es fundamental.
Una vez en la universidad, hace un par de años, un muchacho me preguntó: «¿Qué nos aconsejaría a nosotros?». Y solo se me ocurrió contestarle: «¡Lean!». Es increíble que esto tenga que plantearse como una invocación. Lo que ocurre, hablando claro, es que hay una gran carencia de formación en el gremio, con las excepciones del caso desde luego. Sostengo que es básico poseer múltiples inquietudes culturales, y tiempo suficiente para informarse y apreciar lo bello.
Esto no es arbitrario, no es decadente capricho de aprendiz de intelectual. Pienso que quien no ama lo bello no puede amar lo justo. No pretendo ser sectario, pero sí debo decir lo que pienso. Quien no puede disfrutar a Vivaldi no se conmoverá ante un minero de Cata Acarí en huelga de hambre. Tengo la más absoluta y firme convicción alrededor de esto. Y me alarma la pauperización que han sufrido las universidades en los últimos tiempos. Ese mito de creer o hacerle creer al estudiante de periodismo que el periodismo es una especie de ingeniería.
El diagramado, que en nuestro medio se confunde con el mero pauteo, es decir, con el acomodo chato de la tipografía y el material fotográfico, lo considero y es un arte. Por eso no entiendo cómo puede diagramar una persona que no tenga relación con las artes plásticas, que no sepa apreciar la pintura.
La fotografía también es un arte, fundamentalmente un arte. Los fotógrafos no son notarios de la realidad, sino recreadores casi fundadores de la realidad. Sin embargo, en el medio tenemos que decir que los fotógrafos suelen ser, con las excepciones públicas y notorias del caso, unos apéndices de sus propias cámaras fotográficas. Las máquinas los gobiernan y eso es simplemente absurdo. ¿Por qué? Porque no tienen una formación, no tienen generalmente un trato humanista con la profesión.
Entonces debemos recomendarles que lean. Que lean a John Reed, sobre todo Los diez días que conmovieron al mundo, o lean a Norman Mailer en Los desnudos y los muertos y en La canción del verdugo, o que lean las crónicas de Ernest Hemingway. Esto casi es la levadura más esencial de lo que puede ser la formación de un periodista. Les he citado solo tres libros, pero podríamos citarles un mínimo de 20 que necesitan ser incorporados a la infraestructura cultural de un periodista que aspira a serlo de verdad.
No hay periodismo inculto. Es decir, no hay periodismo perdurable con instinto de posteridad que no sea culto. Y culto no significa ser pedante, académico, culterano. Lo popular es culto. Fatalmente hemos visto cómo durante los últimos años en el país cultura y periodismo se han convertido en enemigos, muchas veces en entidades irreconciliables. De ahí viene el empobrecimiento de los diarios, la falta de un debate auténtico ideológico. Porque aquí se confunde el debate ideológico con el insulto sectario, con el lío entre capillas. Esto da por resultado los problemas de formato del periodismo. La miseria fotográfica que habita nuestra prensa lo dice muy claramente.
No hay una visión estética del periodismo siendo este substancialmente un arte. Eso es lo que los industriales de la prensa no quieren entender. Y por eso fatalmente muchos estudiantes de periodismo envenenados por esa prédica empobrecedora de sus escuelas tampoco lo entienden. Sin embargo, mi esperanza está en los jóvenes, porque los jóvenes son mucho más susceptibles de cambiar que aquellos que han hecho del periodismo una mera industria, simplemente un gran negocio.
El compromiso con la belleza formal es tan importante en el periodismo como el compromiso con la verdad. Una verdad bien escrita, bien ilustrada, bien diagramada tiene un valor especial agregado indiscutiblemente.
Esa prensa hermosa anarquista de principios de siglo al ser leída revela que está nutrida de humanismo, hasta su redacción, que podría parecernos ahora ingenua 70 años después, tiene la vivencia de una especie de «aristocracia del proletariado» que ocupó esas páginas. Les hablo de Delfín Lévano, de Carlos Garland de esa época. Esos fueron personajes comprometidos con la cultura.
¿Quién fue nuestro más grande agitador? ¿Quién hizo del periodismo lo que Bolívar siempre soñó que debía ser el periodismo?: González Prada. Bolívar dijo: El periodismo es la artillería del pensamiento. ¿Quién interpretó mejor esa frase en el Perú? González Prada. González Prada fue un hombre profundamente culto, profundamente humanista, comprometido con experiencias literarias, sociales y, por supuesto, profundamente comprometido con la causa del progreso y con la causa de la justicia.
Cultura, verdad y belleza son, pues, los tres grandes pilares de cualquier buen periodista.
(* Este texto apareció en Revista de Comunicación, Cuaderno 1, Lima, 1983, pp. 22-33. No se trata de un artículo, sino de la transcripción de una conversación.)
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